lunes, 9 de abril de 2012

Caperucita Roja


Aquel día, la niña estaba muy emocionada ya que su madre le había hecho un encargo muy especial: llevarle la cesta de la merienda a su abuela. Le encantaba visitar a su abuela, que siempre tenía historias interesantes que contarle pero es que, además, era la primera vez que la mandaban a un recado a ella sola. Para su madre, todas las recomendaciones eran pocas: que si abrígate bien, que si no te pares a hablar con nadie, que vayas por la vereda y no atravieses el bosque…
            La niña oía la voz de su madre como una fina lluvia de esas que mojan las hojas tendidas sobre el suelo en los días de otoño inundándolo todo con un olor especial, mientras tan solo podía pensar en estrenar su linda capa roja con capucha, de ese color rojo brillante que tanto le gustaba. Así pues, caperuza puesta y cesta bajo el brazo, se dispuso a ir a casa de su abuela.
            Era uno de esos días radiantes de primavera que te invitan a disfrutar de cada soplo de aire, de cada brizna de hierba así que, casi sin darse cuenta, se salió de la vereda y caminó dirección al bosque, llenando sus ojos con los vivos colores de la retamas y de las mariposas que revoloteaban buscando flores en las que posarse y libar. Estaba entretenida en estos pensamientos cuando, de repente, apareció un lobo.
-          Hola, qué linda capa roja llevas.
-          Muchas gracias, señor lobo, la estreno hoy.
-          ¿Y eso?
-          Porque voy a llevarle la merienda a mi abuela.
-          Se me ocurre una cosa, podríamos hacer un juego, a ver quién llega antes. Tú sigues por este camino y yo, por el otro.
-          De acuerdo –aceptó ella, siempre dispuesta a encarar nuevos retos.
El lobo podría habérsela comido allí mismo, de haber querido, pero era de natural retorcido y prefería idear aquel plan absurdo. Fue corriendo sobre sus veloces patas hasta a la casa de la abuela y, una vez allí, cuando la confiada anciana le abrió la puerta, él se la comió de un solo bocado. Después, fue al armario para ver que encontraba allí. La abuela había sido una mujer bellísima y aún guardaba algunos trajes de su época de vedette. Ni que decir tiene que el lobo no pudo resistirse al encanto de las plumas y la pedrería y se puso uno de aquellos trajes de ensueño. En esas estaba cuando llegó la niña.
-          ¡Oh, abuelita! ¡Qué maravilla! ¡Qué vestido tan precioso!
-          Anda, niña, ayúdame con estos corchetes, que cada día estoy más torpe.
Ella, por supuesto, se había dado cuenta desde el primer momento que no era su abuela, sino el lobo, por lo que empezó a apretar el corsé, tanto, tanto, que la abuela le salió por la boca. Después, llamaron a un circo y ahora el lobo es feliz recorriendo pueblos y ciudades con su espectáculo de transformismo y sin necesidad de fastidiar la vida a las niñas que quieren caminar libres por el mundo.


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